Hace escasos días tuve el placer de conocer Marrakech
(muy bien acompañado por qué no decirlo) y, cómo no, la plaza de Jamaa el Fna.
Un espacio declarado por la UNESCO como Patrimonio Oral de la Humanidad.
La sensación de entrar en aquel espacio por una de sus
calles estrechas (llenas de vendedores que te ofrecen todo tipo de productos
típicos marroquíes y motocicletas a las que hay que esquivar) es la de conocer
un mundo extraño, exuberante y curioso. Se trata de una plaza donde se mezclan
todo tipo de personas y animales. Cada uno a la espera de su recompensa. Los
vendedores de zumo de naranja y frutas, dulces, comida, cestos de mimbre,
lámparas, encantadores de serpientes, aguadores, tocadores de crótalos,
acróbatas, contadores de cuentos y un sinfín de personajes la recorren en busca
de unos pocos dirhams. Entre este galimatías humano, se encuentran los turistas
abrumados ante semejante despliegue a la caza de miles de imágenes que queden
reflejadas en instantáneas.
Un paisaje verdaderamente sobrecogedor al atardecer
cuando el sol abrasador deja paso a las velas o luces tenues que iluminan lo
que allí permanece. Un auténtico espectáculo.
Se trata, por tanto, de un Ágora, un lugar para la
asamblea, para el comercio, la cultura, la política, para la vida social de los
marroquíes. Un espacio para la ciudadanía que hoy en día tanta falta hace. Y
este aspecto me recordó lo vivido en la ciudad de Tánger y la utopía –que algún
día se hará realidad- de la rehabilitación de su Gran Teatro Cervantes. Un
teatro que ha de ser reconstruido con la ayuda de las administraciones y de sus
ciudadanos ya que se trata de un lugar en el cual compartir y transmitir la
cultura.
Por ello, estos espacios públicos han de ser protegidos y
reclamados por una sociedad que, cada vez, se ve más indefensa ante sus gobiernos
(tanto en el mundo oriental como en el occidental) amarrados en un sistema que
parece destruir sus derechos fundamentales. Una verdadera plaza no solo parece
dar voz a sus ciudadanos sino que construye una sociedad real. A ello se suman
las redes sociales a través de internet que dan un gran impulso a los
encuentros y vivencias que allí se producen.
Casualmente, en el transcurso del viaje hacia esta bella
ciudad leí el artículo Inventar el futuro
escrito por Federico Mayor Zaragoza en el diario El País (21-08-2012). Algunas
de sus palabras eran las siguientes:
“Inventar el futuro con ciudadanos del mundo, capaces de
conocerse y concertarse a través de las redes sociales virtuales de creciente
importancia y capacidad de movilización, que de manera apremiante propondrán y
“votarán” soluciones a los distintos problemas planteados, pasando a ser una
parte relevante del funcionamiento democrático a escala local y planetaria […].
El mundo entra en una nueva era. Tenemos muchas cosas que
conservar para el futuro y muchas otras que cambiar decididamente. Por fin, los
pueblos. Por fin, la voz de la gente. Por fin, el poder ciudadano. Por fin, la
palabra y no la fuerza. Una cultura de paz y nunca más una cultura de guerra.
Frente a un mundo a la deriva, es preciso y posible
inventar el futuro”.
Elocuentes palabras a las que añadiría que ese futuro
debe y puede inventarse en estas plazas públicas de la mano de sus ciudadanos
con voz y voto inquebrantables.
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